• La victoria de Pedro Sánchez ha sido rotunda y moralmente reconfortante para quienes creyeron que fue injustamente descabalgado
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Las primarias socialistas, que irán seguidas del congreso federal el próximo mes, cierran teóricamente la crisis del PSOE y el largo —demasiado largo— periodo de interinidad que ha vivido el partido desde aquel infausto primero de octubre, fecha del golpe de mano que provocó el ‘derrocamiento’ — el término ha sido profundamente utilizado por sus adversarios— de Pedro Sánchez. Pero no parece necesario hacer demasiado hincapié en la evidencia de que el problema no se ha cerrado del todo, ni mucho menos.

Primero, porque aquella ruptura abrupta, en que lo personal se sobrepuso a lo político, ha dejado heridas profundas en las personas concernidas. Y segundo, porque no está claro cómo puede soldarse la peligrosa fractura entre los cuadros dirigentes que apoyaron a Susana Díaz y las bases que la han desautorizado y han dado la razón a Sánchez, a quien la lideresa andaluza quería “ver muerto hoy mismo” el día de la defenestración.

De nada valdrá la clarificación que ha tenido lugar si no se traduce en una muy difícil reconstrucción, que requiere raudales de buena fe

La victoria de Pedro Sánchez ha sido rotunda y moralmente reconfortante para quienes creyeron que fue injustamente descabalgado. No es cosa de regresar al origen de este desafortunado viaje de ida y vuelta que es, objetivamente, un triunfo de la democracia y una nueva constatación de que los tiempos han cambiado: los viejos aparatos cerrados y oligárquicos de los partidos, que fueron un dechado de arbitrariedad y de corrupción en tiempos no muy lejanos, han declinado y han perdido influencia en toda Europa, como acaba de comprobarse en Francia, donde las presidenciales se han dirimido en ausencia de las dos grandes organizaciones tradicionales de centro-derecha y centro-izquierda.

Sin embargo, este retorno podría ser estéril si no lograra la reconstrucción del gran partido que fue el PSOE, si no se dotase de un bagaje doctrinal y estratégico capaz de atraer a una clientela social relevante y si no volviera a ser una opción de poder. En el bien entendido que es muy improbable que el modelo democrático español regrese al bipartidismo imperfecto del que venimos, por lo que las futuras fórmulas de gobernabilidad serán fruto de pactos y coaliciones.

Sánchez ganó las primarias para dirigir el PSOE en julio de 2014, tres años después de que Rubalcaba obtuviera en noviembre de 2011 unos pésimos resultados (7 millones de votos, 110 diputados, 59 menos que en las elecciones anteriores, con el 28,76% de los sufragios). Entre las elecciones europeas de 2009 y las de 2014, el PSOE perdió el 41,5% de los votos, y Sánchez no había asomado todavía la cabeza. Y durante la legislatura 2011-2015, irrumpieron en escena Podemos (con sus confluencias) y Ciudadanos, que consiguieron conjuntamente más de ocho millones de votos en las elecciones generales de 2015. El PSOE perdió entonces veinte escaños más pero el PP se dejó en el camino 63.

Fue, pues, injusta la acusación de que Sánchez había hundido al PSOE, formulada por sus predecesores del aparato, que fueron en realidad los causantes de una debacle que arranca con la crisis económica, allá por 2009, y que gestionaron sucesivamente Rodríguez Zapatero y el mencionado Rubalcaba. Lo explica muy bien Josep Borrell en su libro recién publicado “Los idus de octubre”.

Sea como sea, las respuestas mediáticas que ha recibido la reelección de Sánchez no invitan a la esperanza. Los editoriales de los medios vinculados a la vieja guardia socialista han estado cargados de rencor, por lo que no parece que se vaya a recomponer esta relación, en todo caso más simbólica que operativa. De donde se deduce que lo que deberían intentar Pedro Sánchez y quienes han apoyado las otras opciones desde la política activa es arrimar el hombro en un nuevo proyecto de futuro. De entrada, los barones territoriales con mando en plaza que apoyaron a Díaz –los de Aragón, Extremadura, Castilla-La Mancha, Valencia, Asturias— tienen que recomponer su relación con Ferraz o marcharse. Algo parecido debería plantearse Susana Díaz, quien acabará perdiendo Andalucía si se desvincula del tronco del PSOE.

En otro plano, las instituciones –órganos de poder interno y grupos parlamentarios— deberían ser de integración, pero con un compromiso de lealtad que será difícil de lograr y de cargar de verosimilitud después de la rebelión de la anterior ejecutiva contra Sánchez, que forzó su dimisión. Integración que debería plasmarse en el inminente congreso del 17 y 18 de junio. Pero parece claro que tal operación no es imposible y debe intentarse.

Es pronto todavía para efectuar un diagnóstico sobre la reacción de los derrotados, que no tenían otro andamiaje que la figura vacía de Susana Díaz, que no ha estado a la altura política e intelectual que reclamaba la alta responsabilidad a que aspiraba, pero si se llega a la conclusión de que la fractura no tiene compostura, de que habrá a partir de ahora dos 'psoes' irreconciliables, lo mejor sería no prolongar la ficción de la unidad y marchar cuanto antes hacia la escisión.

Después de todo, en países como Francia e Italia la socialdemocracia ya está inscrita en agrupaciones de centro-izquierda que incluyen otras sensibilidades (el Partido Democrático italiano es el ejemplo más evidente). Porque de nada valdrá la clarificación que ha tenido lugar si no se traduce en una muy difícil reconstrucción, que requiere raudales de buena fe y de magnanimidad por todas las partes.

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