• Los ciudadanos le reconocían un poder carismático y los franquistas lo aceptaban como el heredero del legado testamentario del 'caudillo'
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Ayer se cumplieron cuarenta años de la entronización de don Juan Carlos, cuando todavía el país se hallaba en plenos funerales del dictador, en medio de una gran perplejidad social por lo incierto de la coyuntura. En la sociedad española existía por aquel entonces una inconcreta pero perceptible voluntad de cambio, un deseo muy extendido de acabar con la vergonzante singularidad española y emprender un viaje sin retorno a lo que Europa era y significaba.

Pero las cosas no estaban fáciles: una parte de régimen, en la que se ubicaba sin duda la recién restaurada Corona –una isla monárquica, dado que la legitimidad dinástica residía aún en don Juan, excluido de la sucesión-, apostaba por la apertura, pero otra parte del franquismo, todavía ocupante de las instituciones, se cerraba en banda a cualquier relajación, o efectuaba propuestas tan timoratas que no servían para satisfacer la efervescente demanda de cambio de aquellos momentos de gran vitalidad.

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La oposición exterior a la dictadura, que lógicamente pretendió tomar las riendas de la situación, tenía una dimensión insuficiente para ensayar siquiera adueñarse del protagonismo. El PCE, todavía proscrito sin contemplaciones, movilizaba a una minoría selecta pero sin suficiente base social. Y el PSOE, que acababa de refundarse en el interior después de adueñarse del pequeño aparato del exilio, estaba simplemente fundándose. El poder real seguía en manos del aparato franquista, y de él dependía, primero, el rumbo del tiempo nuevo que acababa de abrirse y, segundo, la posibilidad de que los cambios fueran realmente inclusivos y eludieran la confrontación que fácilmente podía producirse si los guardianes de las esencias autoritarias –el ejército estaba todavía a cargo de generales que habían ganado la guerra civil- no eran desplazados con la debida inteligencia y sensibilidad.

Los ciudadanos le reconocían un poder carismático, evidentemente no tasado ni contrastado en las urnas pero visible, y los franquistas lo aceptaban como el heredero del legado testamentario del ‘caudillo’

En aquel marco, el Rey no disponía de todos los resortes pero disponía de una gran auctoritas. Los ciudadanos le reconocían un poder carismático, evidentemente no tasado ni contrastado en las urnas pero visible, y los franquistas lo aceptaban como el heredero del legado testamentario del ‘caudillo’. Y hay que reconocer que el nuevo monarca tomó la iniciativa adecuada, que promovió el cambio sin convulsiones ni traumas (tan sólo la violencia etarra dificultó el proceso de forma cruenta). La historia es conocida pero conviene relatar su hilo conductor: el Rey Juan Carlos, bien asesorado por un pequeño grupo de leales con Torcuato Fernández Miranda al frente, decidió plantear la transición como un cambio profundo, integral, que fuese nominalmente de la ley a la ley, sin rupturas ni vacíos intermedios. Tras depositar su confianza en un perfecto desconocido, Adolfo Suárez, el joven monarca consiguió aunar voluntades en torno a un sencillo procedimiento que consistió en la legalización de todos los partidos políticos, la aprobación por las Cortes y en referéndum de una ley para la Reforma Política que laminaba el modelo franquista, y la elección de unas nuevas Cortes constituyentes que alumbraron la Constitución de 1978, lograda mediante un admirable y amplísimo consenso.

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Como era natural, el régimen de la Constitución de 1978 ubicó al Rey en el lugar que le corresponde al jefe del Estado en las monarquías parlamentarias. Don Juan Carlos desempeñó atinadamente la jefatura del Estado con dedicación y lucidez, prestando continuos servicios al país, tanto en el terreno internacional –fue nuestro mejor y más activo embajador- cuanto en el interno. Hasta que, llegada la decadencia, tuvo el buen tino de abdicar cuando correspondía. Y consiguió para la monarquía un aprecio popular objetivo que, aunque punto estuvo de quebrarse al estallar el ‘caso Urdangarin’ y al descubrirse algún otro desliz de don Juan Carlos, se ha mantenido en el tiempo y hoy ha heredado Felipe VI, quien ha emprendido su reinado sobre aquellas pautas paternas y con postulados semejantes aunque con un sello personal propio, fiel a sus limitadas pero relevantes funciones, empeñado en ser elemento de cohesión y fibra conectora entre sensibilidades.

Nuestra democracia ha avanzado siempre en estrecha ligazón con la Corona, y hoy, cuando se plantea la necesidad de un aggiornamento de la Carta Magna para rejuvenecerla, resolver algunos anacronismos y replantear el modelo de organización territorial, la Corona es un activo incuestionado que a buen seguro contribuirá a esta tarea con su proverbial altura de miras. Nuestro sistema, como las viejas y eficientes monarquías escandinavas y centroeuropeas, está firmemente asentado sobre unas estructuras sociopolíticas e institucionales ya clásicas que han garantizado tanto la capacidad evolutiva cuanto la estabilidad de fondo. Elementos indispensables para que las democracias se mantengan fieles a sí mismas y al servicio de los ciudadanos.

Antonio Papell

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