• El 'efecto Trump' ha generado una influencia contraria a la que algunos pretendían
  • En varios países centroeuropeos han surgido súbitamente estas últimas semanas movimientos antipopulistas
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Primero fue el ‘brexit’: el pasado 26 de junio y contra todo pronóstico, la opción de salida del Reino Unido de la Unión Europea ganó a la opción de permanecer en ella en un extraño referéndum, obra de un personaje tan incompetente y poseído de sí mismo como David Cameron. La inmensa mayoría de analistas, que habíamos pronosticado que ganaría largamente el no, apoyados por cierto en encuestas que aseguraban lo mismo con gran desparpajo y que simulaban gran seriedad científica, naufragamos estrepitosamente.

Muchos nos hemos dispuesto a presenciar aterrados y cargados de pesimismo la secuencia de elecciones que se producirá este año crucial de 2017

Después fue la victoria de Trump: el pasado 8 de noviembre, muchos europeos nos acostamos con la convicción de que por la mañana nos despertaríamos con Hillary Clinton victoriosa, camino de la presidencia de los Estados Unidos. También las encuestas habían certificado su victoria. El despertar fue amargo ya que aquel horrible personaje rubio platino, atrabiliario, maleducado, que había terminado representando a los republicanos en unas inquietantes elecciones primarias empezaba ya a emitir su sarta de dislates arrogantes, tras una victoria que algunos nunca perdonaremos al pueblo americano.

No es extraño que, después de aquellos triunfos del populismo más primario, de aquellas estrepitosas derrotas de una ortodoxia democrática basada en los grandes valores universales, en las huellas genuinas de la Revolución francesa, en la propia y bisecular tradición americana, muchos nos hayamos dispuesto a presenciar aterrados y cargados de pesimismo la secuencia de elecciones que se producirá este año crucial de 2017, en que la economía se ha enderezado pero la política paga las consecuencias de una gravísima crisis de identidad de lo que hemos llamado Occidente. Holanda ha abierto el camino este miércoles; Francia celebrará sus elecciones presdidenciales el 23 de abril y el 7 de mayo; Alemania tendrá sus legislativas el 24 de septiembre; y es probable que Italia celebre también elecciones generales antes de que concluya el año. Por fortuna, los holandeses han frustrado la pretensión de Geert Wilders, el también rubio candidato de la extrema derecha racista, xenófoba y con ribetes claramente nazis, de erigirse con la victoria.

Con toda evidencia, el ‘efecto Trump’ ha generado una influencia contraria a la que algunos pretendían. Las intemperancias del multimillonario e imprudente presidente USA ha disuadido sin duda a muchos votantes holandeses de descender a los infiernos del populismo. De hecho, en varios países centroeuropeos han surgido súbitamente estas últimas semanas movimientos antipopulistas, de apoyo a los inmigrantes y al sistema democrático establecido, de apuesta por la estabilidad de un statu quo que se ha degradado con la crisis pero que hay que recuperar porque resume una idea cabal de civilización.

Holanda, 41.500 kilómetros cuadrados y 17 millones de habitantes, un millón de ellos inmigrantes musulmanes (Cataluña tiene 32.100 kilómetros cuadroados y 7,5 millones de habitantes), es la quinta economía del euro y la sexta de la UE, con una renta per capita de más de 42.000 dólares, que tiene un gran peso específico en la Unión Europea. Estuvo en la creación del Benelux, génesis del proceso integrador, y, como se ha recordado con ocasión de estas últimas elecciones, es un gigante exportador, con un muy elevado superávit comercial y con grandes multinacionales como Royal Dutch Shell, ABN Amro, Unilever, Heineken, Philips o KLM. Tiene un histórico peso en Bruselas por su tradicional cercanía a Alemania y en la actualidad son holandeses el primer vicepresidente de la Comisión Europea, Frans Timmermans, y el jefe del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, ambos socialdemócratas.

Pues bien: estas elecciones del miércoles han supuesto un alivio para la racionalidad democrática. El candidato de extrema derecha, populista, racista y xenófobo, Geert Wilders, que llegó a figurar como vencedor en las encuestas, ha obtenido un resultado discreto, notablemente por detrás del liberal Mark Rutte. El VVD de Rutte ha ganado las elecciones con 33 de los 150 escaños del Parlamento (la mayoría está en 76), seguido por el Partido por la Libertad (PVV) de Wilders, con 20 (5 más que en 2012 pero dos menos que en 2010). Por detrás figuran la ‘Llamada Demócrata Cristiana’ (CDA) y los liberales de izquierdas, 'Demócratas 66' (D66), con 19 cada uno, mientras que GroenLinks (Los Verdes) habrían obtenido 14, los mismos que el Partido Socialista. El Partido Laborista habría obtenido 9 escaños, mientras que la Unión Cristiana y el Partido Animalista tendrían cinco. Otros cuatro partidos figurarían en el cómputo final con menos de cinco escaños.

La derrota de Wilders, que sigue siendo un personaje excéntrico, minoritario, en su propio país, supone la ruptura de una peligrosa inercia populista

La derrota de Wilders, quien sigue siendo un personaje excéntrico, minoritario, en su propio país, ha supuesto la ruptura de una peligrosa inercia populista que se había extendido por todo el ámbito occidental. El economista Olivier Blanchard (citado estos días por el periodista Claudi Pérez) ha explicado el fenómeno invocando la teoría antropológica de la Profecía Autocumplida (o el Efecto Pigmalión), que consiste en que cuando tenemos una creencia firme respecto a algo o a alguien, acaba cumpliéndose. Nuestra conducta intenta ser coherente con las creencias que sostenemos, lo que explica que determinados tópicos o ciertas supersticiones acaben conformando la personalidad de quienes las experimentan. En el caso que nos ocupa, la posibilidad de que el ascenso de las opciones populistas fuera una pauta universal que acabara autocumpliéndose se ha desmoronado en Holanda.

De hecho, los sociólogos políticos anuncian estos días ciertos síntomas de una recuperación intelectual en nuestros países, que volverían a las fuentes democráticas, a las creencias y los valores asociados a nuestra cultura, a nuestra civilización. Ello no significa una vuelta al pasado –la socialdemocracia por ejemplo ha mostrado en estas elecciones en Holanda las mismas debilidades que en los países del entorno- pero sí una renuncia al aventurerismo, un rechazo al ultranacionalismo de raíces étnicas que había regresado amenazante, una mayor desconfianza hacia técnicas de democracia directa y asamblearia que son en realidad regresiones y no avances. La próxima prueba para el europeísmo, para los valores esenciales de la convivencia europea, será el mes que viene en Francia. Allí habrá que confiar en que, pese a los dislates de los partidos tradicionales, la extrema derecha de Le Pen sea también puesta a raya por la inteligencia y la cultura de los propios franceses.

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