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Mientras Rusia suministre el 10-25% del total de petróleo, gas y exportaciones de carbón a nivel mundial, especialmente a Europa, tiene capacidad de coacción. Por ello, la guerra en Ucrania ha supuesto un shock para muchos países que han visto la necesidad de acelerar la transición energética y crear un sistema energético alternativo que dependa más del sol, del viento y de reactores nucleares. Pero que nadie se lleve a engaño, este nuevo sistema no estaría exento de crisis energética y autocracias.

Una de las preguntas a resolver es cómo de rápido se puede un país desprender de la dependencia de los combustibles fósiles. La nueva estrategia energética anunciada este mes de marzo por la UE prevé la independencia total de Rusia en 2030, en parte encontrando nuevos proveedores de gas y doblando el aporte de las renovables, pero también volviendo a poner sobre la mesa la energía nuclear.

Aunque la transición energética ya estaba en la agenda, la búsqueda de la independencia de Rusia ha incrementado los tiempos y este acelerón generará nuevos riesgos geopolíticos, perturbará algunas economías y generará nuevas dependencias.

Dos son los problemas que emergen de este la transición energética. El primero, la nueva tensión geopolítica que se creará cuando se reduzca la industria petrolera. Mientras empresas de occidente abandonan el negocio por razones medioambientales y por culpa de los altos costes, la cuota de mercado de los países de la OPEC más Rusia crecerá del 45% hasta el 57% en 2040 ganando en influencia. Los países productores con mayores costes como Angola y Azerbaiyán se enfrentan a una crisis cuando los márgenes sean tan estrechos que no les compense producir.

El segundo problema, la aparición de “electro-estados” que tendrán que librar su propia batalla con la maldición de los recursos ya que el gasto en metales verdes se va a disparar en las próximas dos décadas para hacer frente a la construcción de infraestructuras eléctricas. Los beneficios pueden llegar al billón, con b, al año en 2040. Algunos países como Australia tienen una estructura social y democrática para gestionar bien estos beneficios, pero para otros países con estructuras más frágiles como el Congo, Guinea o Mongolia puede distorsionar su sistema económico y político y derivar en regímenes dictatoriales.

No debemos olvidar que estos metales se obtienen en minas. Las empresas mineras internacionales tienen incertidumbre respecto a sus actuales contratos de minería en determinados países, recordemos que ya fue un tema angular en las recientes elecciones de Chile y Perú. A todo esto hay que sumar que China también está en busca de estos mismos recursos y tiene menos problemas en tratar con gobernantes despóticos.

Como con cualquier materia prima, la subida en los precios como consecuencia del incremento de la demanda desencadenará una respuesta en los mercados. Un suministro ajustado dará a las empresas el aliciente necesario para aumentar el reciclado de estos metales y la innovación. A la vez que reaccionan los mercados, los gobiernos deberán “ponerse las pilas” porque la autosuficiencia no es una opción real por lo que deberán diversificar más.

Y pese a que las empresas no deberían poder violar espacios naturales sagrados o poner en peligro a sus trabajadores algunas concesiones medioambientales serán necesarias de cara a garantizar esta transición energética. La clave es el equilibrio entre impacto y beneficios. Está claro que la construcción de un sistema energético más ecológico y seguro es una tarea de enormes proporciones no exenta de riesgos.

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