• El Ejecutivo ha optado por salir de su propio impasse provocando el diálogo político. De repente, Cataluña está en todas las agendas
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Artur Mas y Carles PuigdemontGENERALITAT DE CATALUNYA

Poco después de que tanto Puigdemont como Mas anunciaran provocativamente que se disponen a promover la “organización de las movilizaciones” sociales que deberían facilitar la celebración del referéndum ilegal de autodeterminación, el Gobierno ha emprendido una muy ostensible política de paños calientes, que consiste en derramar chorros de dinero inversor sobre Cataluña. Con toda evidencia, el gobierno minoritario de Rajoy se ha decidido a aplicar un plan de seducción, de apaciguamiento y de aproximación a Cataluña en los ámbitos político y económico, tendente a mitigar las reclamaciones del soberanismo y a ganarse a la opinión pública del Principado.

Dicho plan, muy evidente, supone el reconocimiento indirecto de un malestar general que es el soporte, la base, de la espuma independentista. En otras palabras, se acepta que aunque el independentismo tiene una dimensión limitada, una masa crítica insuficiente para provocar el vuelco, existe en la sociedad catalana un sentimiento muy extendido de desafección, que es la consecuencia de una conjunción de errores: desde el maltrato fiscal a Cataluña (y a otras comunidades autónomas “ricas”, quizá sobreexplotadas), a la pésima gestión de la reforma del Estatuto de Autonomía, en que se cometieron errores múltiples y muy lesivos para la relación entre la comunidad autónoma y el Estado. Se equivocó entonces el Gobierno, al anunciar una tolerancia excesiva; se equivocó el PP, al hacer campaña con aquel motivo; se equivocó el TC, al prestarse a la manipulación política de que fue objeto…

El Ejecutivo ha optado por salir de su propio impasse provocando el diálogo político. De repente, Cataluña está en todas las agendas

Sea como sea, el Ejecutivo ha optado por salir de su propio impasse provocando el diálogo político, y la vicepresidenta del Gobierno, que es también ministra de la Presidencia y de Administraciones Territoriales, ha abierto despacho en la delegación del gobierno en Barcelona. De repente, Cataluña está en todas las agendas. Y este martes, el presidente del Gobierno viajaba a Barcelona, a prometer ante la sociedad civil 4.200 millones de euros en la puesta a punto de la red de cercanías y el acabado del corredor mediterráneo en 2020… Sin embargo, el mismo martes, diversos portavoces del independentismo mostraban su escepticismo ante estas nuevas promesas y Puigdemont y Junqueras, presidente y vicepresidente de la Generalitat, publicaban en “El Periódico de Cataluña” un artículo a cuatro manos en el que, entre otras cosas, aseguraban que “el 2015 fue el peor año en inversión del Estado en Catalunya de una serie histórica que comienza en 1997, lo que hace más grande el déficit de infraestructuras acumulado, según detalla el último informe del gabinete de estudios e infraestructuras de la Cambra de Comerç de Barcelona”.

Este plan de choque sobre Cataluña, en directa respuesta al endurecimiento de la presión soberanista en pro de un referéndum (la amenaza explícita de vulnerar la legalidad está ya en el discurso de las asociaciones y partidos independentistas), no parece muy eficaz a corto plazo –no hay signos de que vaya a decrecer la presión-, aunque sí es posible que haga mella en la voluntad de los catalanes a medio y largo plazo (este es el temor de los soberanistas). Pero tiene efectos contraproducentes ya que está generando lógica susceptibilidad en otras regiones españolas, también mal financiadas o sencillamente menos favorecidas en sus niveles de renta y de riqueza. En definitiva, la inclinación del gobierno de la nación hacia una solución bilateral del problema catalán no sólo no resuelve por sí sola problema y además genera malestar general.

La conclusión de todo ello parece bastante obvia: sin perjuicio de los gestos aparatosos, que pueden entenderse y que en buena medida no hacen sino remachar inversiones ya planificadas, la mala financiación de Cataluña (y de Madrid, Valencia o Baleares) debería resolverse mediante una reforma a fondo de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), que además ha de ser preceptivamente reformada cada cinco años, y quién sabe si también a través de una reforma de la propia Constitución para ‘federalizar’ más el modelo de descentralización.

En definitiva, el descontento político de Cataluña, que tiene un alcance bastante mayor que el que representan las fuerzas independentistas, también debería acometerse yendo al origen del asunto: a través de una reescritura del Título VIII, el modelo del Estado de las Autonomías, que además no se completa en la Carta Magna (el Título VIII es procesal: explica cómo se construye el Estado autonómico pero no dibuja su silueta final). En el bien entendido de que ninguna reforma de esta índole colmará las aspiraciones de los independentistas más fanatizados pero sí satisfará, si se hace bien, a la sociedad catalana en su conjunto, cuyo colectivo mayoritario es –sigue siendo- el de aquellos ciudadanos que se sienten tan españoles como catalanes. Si esa mayoría se siente atendida y goza de su estabilidad, el independentismo perderá virulencia e ímpetu, como ha ocurrido, por ejemplo, en Québec, cuyo proceso debería servir aquí de pauta de sensatez.

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