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Según los nacionalistas que han sostenido el “procés”, la independencia de Cataluña sería acogida con gozo por Europa, que le haría un sitio preferente en el selecto club de las democracias. Este, unido al de la prosperidad económica que proporcionaría la ruptura, ha sido el elemento de posverdad más notable de cuantos ha esgrimido el discurso soberanista.

Pues bien: Puigdemont se ha ido al corazón de Europa, cerca de las instituciones europeas, pero no sólo no ha querido recibirle una sola autoridad comunitaria, ni siquiera de las de cuarta fila, sino que sus amigos políticos son gente de mal vivir. Como ha recordado Vidal-Folch en memorable artículo, el flamenquismo que ha acogido al expresidente de la Generalitat y se ha adherido con pancartas a sus manifestaciones tiene dos ramas: una, la Alianza Neoflamenca (NVA), escindida del Volksunie, partido ultraconservador, el más votado de Bélgica, claramente xenófobo: es partidario de que las relaciones con la Administración se mantengan sólo en lengua flamenca y de que el conocimiento del idioma sea condición indispensable para el acceso a las viviendas protegidas; y trata de disfrazar esta radicalidad con el apoyo al matrimonio gay y al ecologismo; y dos, el Vlaams Belang (Interés Flamenco), heredero también del Volksunie, claramente fascista, que fue prohibido por la Justicia en 2004 por homofobia, racismo y xenofobia.

Todas estas formaciones emanan de la Unión Nacional Flamenca (Vlaams Nationaal Verbond), partidaria de la anexión de Flandes a Holanda bajo el III Reich, colaboracionista cuando la ocupación hitleriana, fundada en 1933, por Staf de Clercq, ‘el Líder’, pariente pronazi del rexismo valón de León Degrelle, una corriente ideológica que dirigió su activismo a la lucha contra “la gran banca judaica”. Estas amistades particulares de Puigdemont y sus secuaces en Bélgica estimulan sin duda su creciente antieuropeísmo.

Como se sabe, después de defender enfáticamente durante todo el ‘proceso’ soberanista que Cataluña no sólo no saldría de la UE con la independencia sino que sería desde el primer momento un socio mimado y privilegiado por Bruselas, se ha encontrado con que los únicos apoyos oficiales europeos provienen de personajes atrabiliarios de la extrema derecha, como Neil Farage, el líder del neofascista Ukip, que tanto hizo por el éxito del ‘brexit’. El deslizamiento de Puigdemont hacia el antieuropeísmo ha sido grosero y ruidoso: sus conmilitones han insultado con soez diligencia al presidente de la Comisión, Juncker, cuando este ha dado por Twitter a los españoles su pésame por el fallecimiento de Manuel Marín, aquel gran europeísta… La vulgaridad del movimiento introspectivo que rodea a Puigdemont y, en general, a las criaturas del detestable y corrupto pujolismo, refleja su nivel intelectual: Lluis Llach, otrora delicado trovador en lengua catalana, ha llamado “cerdos” a los dirigentes de Europa, y Pilar Rahola ha manifestado con solemnidad que “la UE es una mierda”.

No está mal que cada uno se ubique en su lugar: ya sabíamos que existía una contradicción insoluble entre el nacionalismo y la izquierda, por la sencilla razón de que aquel se caracteriza por formar clanes privilegiados, por excluir a quienes no comparten los rasgos identitarios, por huir de la solidaridad universal, del mestizaje y del cosmopolitismo. Y ahora hemos constatado que no se puede ser tampoco nacionalista y europeísta al mismo tiempo.

La Europa de que disfrutamos, y que está sostenida por sólidas columnas de integridad democrática, de intelección liberal y de sentimientos de adhesión a la gran historia de tolerancia del continente, se erigió como antídoto de aquel sobrecogedor nacionalsocialismo que exacerbó tanto el sentimiento identitario que exterminó materialmente en las cámaras de gas a los diferentes. La conmoción provocada por aquel crimen contra la humanidad y el consiguiente grito de “nunca más” han fortalecido a Europa hasta hacer de ella un bastión inexpugnable para el nacionalismo. Para un nacionalismo mezquino que desprecia al diferente y que hubiera convertido al viejo continente en un inextricable laberinto de naciones aisladas. Un centenar según Juncker, más de 70 según Guy Vehofstadt, exprimer ministro belga, como ha recordado Yárnoz en un gran trabajo periodístico en el que también concluye que no se puede ser a la vez nacionalista y de izquierdas, ni nacionalista y europeísta al mismo tiempo.

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