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El proceso soberanista, que ha culminado al mismo tiempo que el Estado ponía en marcha el procedimiento excepcional del artículo 155 CE que debe recuperar al precio que sea la normalidad vulnerada, se ha basado en dos prácticas heterodoxas, sin las cuales hubiera sido imposible poner en jaque a las instituciones, lograr el enfrentamiento no sólo con el Estado español sino con toda la Unión Europea, que ve atónita cómo una de las regiones más desarrolladas y cultas de Europa se ha puesto el mundo por montera y se ha lanzado a una aventura prerrevolucionaria, en la que se ha exhibido la peor característica de las dictaduras: el desprecio más absoluto a las minorías.

Se puede y se debe reprochar a las organizaciones integradas en Junts pel Sí haber supeditado los medios a los fines

La primera de esas prácticas, difícil de entender, ha sido la alianza espuria entre partidos democráticos a la usanza occidental, es decir, teóricamente inclinados a disfrutar de un régimen parlamentario con división de poderes, aliados con Occidente, con los derechos humanos claramente constitucionalizados, y la CUP, que es una formación antisistema y asamblearia, opuesta al modelo demoliberal, partidaria de la estatalización y de la planificación de la economía, contraria a la Unión Europea y a sus planteamientos ideológicos, dispuesta a provocar el abandono del euro y la salida de la OTAN.

Estas dos categorías de organizaciones políticas, incompatibles entre sí, que no podrían obviamente gobernar en coalición, han sumado sin embargo sus fuerzas con un fervor incomprensible para conseguir la independencia, aunque con objetivos claramente distintos y notoriamente irreconciliables. Parece evidente que se puede y se debe reprochar a las organizaciones integradas en Junts pel Sí haber supeditado los medios a los fines, algo claramente inmoral en política. Asimismo, el proceso se ha enturbiado de forma irreparable al haber aplicado la CUP sus procedimientos de presión, más dados a la algarabía y al grito que al debate y a la negociación.

La segunda práctica inaceptable ha sido la transferencia informal de soberanía política desde el parlamento y el gobierno autonómicos (que son también Estado) a las organizaciones sociales independentistas, la Asamblea Nacional de Cataluña y Òmnium Cultural. La democracia parlamentaria es felizmente inorgánica, al contrario de las formas corporativistas de corte fascista como el franquismo, que consideran que el poder debe depositarse sobre un partido único arropado por instituciones sociales intermedias que forman un tejido complejo. Nuestros regímenes sí son complejos, pero el instrumento de acción que debe influir constantemente sobre las instituciones es nada menos que la opinión pública, basada en la pluralidad de voces, de medios de comunicación, de actores de distinta índole que defienden sus intereses particulares en armonía con los demás.

De ahí que la libertad de expresión tenga precedencia sobre las demás libertades civiles, como bien ha marcado en su jurisprudencia el Tribunal Constitucional español. Ni la Asamblea Nacional de Cataluña ni Òmnium Cultural tienen representatividad política alguna, por relevante que sea su papel social, y en todo caso es inaceptable que estas instituciones intermedias, que persiguen un objetivo político claro -la catalanización del territorio y su posterior independencia-, sean admitidas como interlocutores permanentes por el poder político, lo que les otorga una representatividad política y moral que no poseen. Òmnium Cultural fue creada en 1961, cuando no había partidos ni democracia, para preservar las señas de identidad catalanas del rigor homogeneizador de la dictadura pero su activismo fuera del sistema representativo ya no tiene razón de ser. Y la ANC fue creada en 2012 para respaldar desde la calle la tentativa separatista. Las ideas se pueden defender en la calle (la libertad de manifestación es una vertiente de la libertad de expresión)… pero siempre de forma subsidiaria y por detrás de la labor institucional de los partidos.

Una práctica inaceptable ha sido la transferencia informal de soberanía política desde el parlamento y el gobierno autonómicos a la Asamblea Nacional de Cataluña y Òmnium Cultural

Hay en estas conductas heterodoxas y vociferantes un afán manifiesto de sustituir la democracia formal, la que practican las grandes democracias occidentales, por otras formas asamblearias, chavistas o populistas de cualquier otro pelaje. Y prueba de ello es la descabellada y peregrina idea de la Generalitat de crear una Comisión Especial sobre Violación de los Derechos Fundamentales en Cataluña, encargada de “documentar, determinar y difundir las violaciones…. como consecuencia de las acciones y omisiones imputables a las instituciones y órganos del Estado”. A los jueces, por ejemplo. No hace falta decir que el Estado tiene su propia autorregulación, por lo que no caben en nuestros sistemas mecanismos ‘populares’ de esta clase.

Esta deriva antidemocrática tiene que cesar de un modo u otro. Y es precisa la movilización de la ciudadanía para lograrlo. Todos hemos aprendido mucho de estos últimos meses, y las próximas elecciones autonómicas, que no serán antes de enero, deben servir para recuperar el parlamentarismo en el seno de una Cataluña liberada de estas organizaciones opacas que han conseguido sumirla en el más grave caos de su historia moderna.

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