Crítica: “Rey Arturo: La Leyenda de Excalibur”

Nota: 5

Guy Ritchie es de esos tipos con un sello reconocible. El director británico no necesita más que un puñado de planos para lograr que los espectadores detectemos los rasgos propios de su cine. De hecho, el divertimento de su puesta en escena, los salvajes movimientos de cámara y el montaje frenético han conseguido que su nombre sea uno de los más respetados dentro de la industria. Igualmente, como suele pasar con los estilos tan rompedores, o lo amas o lo odias. Esto es lo que tienen los grandes y que, en esta ocasión, Ritchie parece haber perdido.

Rey Arturo: La leyenda de Excalibur no recuerda, en algunos pasajes, que detrás hay un director de gran calibre. Desgraciadamente, Guy Richie ha conseguido lo que nunca suele suceder con su cine: Alcanzar cierta irrelevancia. Partiendo de un guión excesivo y de una versión loca en exceso de la historia del Rey Arturo, el resultado es una superproducción demasiado ruidosa y atropellada en su desarrollo. Y es que tenemos la constante impresión de que gran parte del metraje se quedaba en la sala de edición, lo cual agradecemos profundamente.

Las dos horas de duración de Rey Arturo: La leyenda de Excalibur quedan dramáticamente marcadas por el segundo plano de su metraje. En el mismo nos encontramos a un elefante de 300 metros destruyendo Camelot. La secuencia que sigue funciona como declaración de intenciones y listón para lo que nos encontraremos. Y es que la cinta sirve como divertimento veraniego si es que somos capaces de apagar nuestro cerebro y afrontar la proyección desprejuiciados.

Ruido, dinero y efectos visuales no son necesarios para construir un taquillazo. El público no deja de demostrar que pide un empleo adecuado de los tres elementos para dar su visto bueno. Parece que todavía hay quien no se ha dado cuenta que una mirada de Jude Law (sigue en estado de gracia tras The Young Pope) aporta mucho más que una serpiente gigante. Esperemos que Guy Ritchie haya tomado nota y que Rey Arturo: La leyenda de Excalibur le sirva como lección.

Héctor Fernández Cachón