Crítica: “Kong: La Isla Calavera”

Nota: 8,5

Han pasado casi ochenta y cinco años desde que su rugido causó los primeros escalofríos. Lo bueno que tienen personajes como King Kong es que el tiempo puede incluso rejuvenecerlos. Después de océanos de tiempo reviviendo la historia clásica una y otra vez, resulta que ha tenido que venir un tipo de nombre tan desconocido como Jordan Vogt-Roberts (autor de la magnífica Los reyes del verano) para recordarnos que la originalidad cabe incluso en revisiones, dejando en mal lugar a los incontables remakes, reboots y secuelas que proliferan como setas en nuestras carteleras.

Kong: La isla calavera es un blockbuster por presupuesto, por estrellas y difusión, pero no uno como los que vemos últimamente. Estamos ante una cinta que devuelve dignidad al término “superproducción”. Aquí no hay espacio para lo convencional, ya que la gente detrás de tan acertado filme muestran su clara intención de jugársela. Y es que, queridos amigos, esta nueva visita a los territorios del gorila gigante es enfermizamente audaz, pero también gamberra hasta niveles inimaginables.

Un gorila de tropocientos metros con su figura recortada en una puesta de sol es una declaración de intenciones evidente. Ahí comienza una historia profundamente disfrutable y ágil. Entre poesía y momentos “coppolianos”, Samuel L. Jackson y John C. Reilly empiezan a alardear de talento y carisma, porque encima resulta que Kong: La isla de la calavera te va a arrancar risas constantes. Si una pega se le puede poner es cierta desatención a dos personajes protagonistas interpretados por los enormes Brie Larson y Tom Hiddlestone. Tan bueno es todo en Kong: La isla calavera, que su talento termina relegado a un segundo plano.

Riesgo, energía, entusiasmo y poesía parecen cuatro elementos que podríamos encontrar casi exclusivamente en yacimientos a fósiles, pero que todavía se pueden encontrar vivitas y coleando. Un fuerte aplauso para aquellos que deciden pasárselo en grande haciendo cine, porque la consecuencia directa suele ser que nosotros también lo disfrutamos de forma monstruosa.

Héctor Fernández Cachón