Crítica | “El congreso”

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La evolución que tiene El congreso es la que hemos visto en cientos de películas. La secuencia de pensamiento puede ser más o menos así:

“Buen inicio, qué original, buenas interpretaciones, la chavala (Sami Gayle) lo hace bien, ¡Harvey Keitel! Bien, bien. Además trata sobre el cine y sus perspectivas de futuro. Interesante. De lo mejor y más original que he visto últimamente”.

A mitad de metraje:

“Se les está yendo un poco la pinza con las animaciones, pero no va mal. Bueno, la verdad  es que empiezo a perder el hilo. ¿Qué me está contando? ¿Y la química esa cómo funciona? ¿La controlamos nosotros o nos controla ella? ¿Lo que vivimos lo produce nuestro subconsciente o nuestro consciente? Es decir, ¿elegimos dónde queremos estar y cómo? A veces parece que sí, a veces parece que no. Bueno, vamos a dejar que fluya y tal… Si hay oscuridad es que queremos que haya oscuridad ¿no?”.

Al final:

Vaya por Dios, otra historia desaprovechada. Abarcaba tanto en un principio, que al final tiró por la calle de en medio. Moraleja sobre la verdad verdadera, las drogas y la familia y melodrama para cerrar. Bah!”

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Otro director que no sabe cómo terminar de forma eficaz una buena historia. La primera mitad de metraje, incluyendo la introducción de Robin en el mundo animado es notable. Se plantean diversas cuestiones sobre el mundo del cine, la febril búsqueda de satisfacciones sensoriales, la huida de la realidad, los miedos que quiebran una carrera artística o laboral, las frustraciones vitales que convierten nuestra cotidianidad en una mecedora de melancolía y nostalgia. Sobre todo ello y más reflexiona la primera parte de El Congreso. Un gran acierto.

El punto que más destaca es el que se ocupa del futuro del cine y de los actores. ¿Cuál es la verdadera importancia de un intérprete de cine en la industria del entretenimiento? Un actor o actriz asegura una buena taquilla. Hemos hablado de ello en relación a Scarlett Johansson en Lucy o Under the Skin. Muchos espectadores van al cine a ver a sus estrellas preferidas, como en la etapa clásica del cine estadounidense. ¿Es buen actor aquel que atrae a más espectadores? Rotundamente, no. Pero si atendemos a las famosas listas de mejores actores y todo eso, llegamos a la conclusión de que bueno es sinónimo de popular. Pero nos estamos saliendo del camino, como lo hace El Congreso.

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En la película de Ari Folman, la industria del cine o del entretenimiento se come a los actores, a los directores de fotografía, se come la creación. Robin Wright firma un contrato y entrega su cuerpo a la productora. Más tarde descubrirá que los miles dólares que acompañan a ese contrato no son suficientes para pagar su sed creativa, su anhelo de reconocimiento. ¿Y si, de repente, un día, a Brad Pitt le dejasen de reconocer y pedir autógrafos por la calle? Al principio, sería la gloria, pero luego se preguntaría: “¿Qué ha pasado? ¿La gente ya no me quiere?” Robin decide volver a sentirse querida, decide volver a sentirse una estrella. Y se va al congreso. Otro contrato le espera.

Además, El congreso reflexiona sobre el futuro del entretenimiento de masas. El personaje de Danny Huston, el magnate de Miramount, indica el camino que puede seguir el cine. Las películas serán cómo sueños controlados por nosotros. Ese es el ámbito que todo el mundo quiere explotar: los sueños, los anhelos y las ilusiones. Pero hay que despertar, ¿o no?

Nosotros, como espectadores, despertamos cuando la segunda fase de la película empieza a resbalar. Nos olvidamos de esas poderosas e interesantes reflexiones y llega la moraleja y el melodrama. La droga, la química, el hijo enfermo… El congreso pierde originalidad y enjundia mientras llega el desenlace. Ari Folman abarcó mucho con el planteamiento de El congreso y al final, no supo muy bien qué hacer con tanto material.

Lo Mejor: la primera parte de la película. Las animaciones.

Lo Peor: la segunda parte de la película y el final.