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Los grandes partidos han quedado desconcertados por el surgimiento de dos formaciones nuevas que les disputan la hegemonía.

Está fracasando el supuesto blindaje que les proporciona la ley d’Hondt, que ha hecho la vida imposible a las bisagras –el esfuerzo para conseguir representación de las terceras vías es muy superior al que requieren las dos formaciones dominantes-, y son muy evidentes las maniobras de PP y PSOE para promover una reforma de la ley electoral que les facilite su predominio… en el supuesto de que PP y PSOE mantengan los dos primeros puestos en el ranking. Porque, obviamente, si fueran desplazados de estos lugares privilegiados, serían víctimas de su propia medicina.

Susana Díaz, en su discurso de investidura, defendió reforma la ley electoral e incluso de la Constitución para implantar una segunda vuelta que permita gobernar al partido más votado. Más votado, se entiende, en esa segunda vuelta, que puede no ser el más votado en la primera (el matiz no es en absoluto trivial). Lo que la lideresa andaluza propone es, evidentemente, una fórmula que le permita evitar las penalidades por las que está atravesando, es decir, la difícil operación de conseguir el respaldo o al menos la abstención de las minorías.

No es previsible que los partidos emergentes transijan con fórmulas encaminadas a consolidar la hegemonía de los grandes y a postergar a los pequeños.

Curiosamente, el Partido Popular, que como es natural se opone sistemáticamente a todas las propuestas de su principal adversario, el PSOE, ha acogido con calor la idea de Susana Díaz, que sería a su juicio “positiva” y “razonable”. Realmente, diversos barones territoriales del PP ya han defendido ideas parecidas, el último de ellos el extremeño Monago, que ha propuesto incluso un referéndum para respaldar la reforma del sistema electoral.

LO QUE REQUIERE UNA REFORMA LABORAL

Para fijar posiciones, es necesario concretar y matizar la reforma electoral que se pretende. Porque el sistema mayoritario a dos vueltas –en cada distrito se elige a un representante, primero entre todos los candidatos y después entre los dos más votados en la primera vuelta- no es compatible con el sistema proporcional que rige en España. Y porque este modelo clásicamente francés, que es impecablemente democrático, no tiene sencillamente nada que ver con el muy dudoso sistema de que “gobierne la lista más votada”, que el PP ha propuesto reiteradamente en el escalón municipal, y que es claramente antidemocrático porque ignora las afinidades y las incompatibilidades entre partidos políticos.

Cualquier reforma del sistema electoral vigente requiere para ser legítima un gran consenso en el origen.

Otra fórmula que prima a los partidos más votados, y que sí es compatible con el sistema proporcional, es la concesión de una prima de escaños a la minoría mayor, como por ejemplo sucede en los sistemas parlamentarios italiano y griego, pero a muchos esta arbitrariedad nos hiere la sensibilidad.

Cualquier reforma del sistema electoral vigente requiere para ser legítima un gran consenso en el origen. La ley electoral forma parte del núcleo duro de constitucionalidad que exige, en palabras de Rousseau en ”El contrato social”, la unanimidad en el origen. Y no es previsible que los partidos emergentes transijan con fórmulas encaminadas a consolidar la hegemonía de los grandes y a postergar a los pequeños.

Por ello, habrá que explorar con cuidado todas las fórmulas ya inventadas para conseguir estabilizar los sistemas parlamentarios muy plurales a gusto de todos, o de casi todos al menos. El sistema alemán, invocado por ejemplo por Albert Rivera, mixto de sistema mayoritario en distritos uninominales y de sistema proporcional extendido sobre una sola lista estatal, reúne muchas virtudes y podría ser examinado por si generara el suficiente consenso. Pero habrá que mantener muchos diálogos y que fomentar muchas aproximaciones para que tenga sentido plantearse una reforma del sistema electoral, que, por supuesto –y sirva este aserto de aviso a navegantes- no puede surgir de la arbitrariedad de una mayoría parlamentaria absoluta.

Antonio Papell.

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