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Las fuerzas políticas, que saben que deben pactar con otras si quieren sacar rendimiento a sus resultados electorales, están remoloneando como si los acuerdos poselectorales fueran una especie de embarazosa fuerza mayor irremediable que hay que afrontar con resignación pero dejando bien patente que el cambalache se comete por necesidad y no por otra causa.

Albert Rivera, líder de Ciudadanos, fue el primero que manifestó que su partido no formará parte de los gobiernos que no encabece. Es decir, las hipotéticas coaliciones en que participe no implicarán su entrada en el gobierno.

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Hoy mismo, el PSOE toma una decisión parecida en su comité federal: no ingresará en los gobiernos en los que participe Podemos aunque les apoye en su entronización. Manuela Carmena, pongamos por caso, será alcaldesa de Madrid con los votos del PSOE pero Carmona no será vicealcalde. Lógicamente, Podemos hará lo propio: no participará en los gobiernos que no lidere, como es el caso del de la comunidad andaluza, en el que Susana Díaz necesita la abstención del partido de Pablo Iglesias.

Ostentar poder es poseer capacidad de servir a los ciudadanos

En todo esto, que parece repleto de angélico puritanismo, hay un sofisma de gran envergadura: en un sistema pluripartidista, lo verdaderamente democrático es que los apoyos de investidura se correspondan con la corresponsabilización de quien los presta en el gobierno. Cuando un partido se implica en la formación de un poder ejecutivo, tiene que implicarse en la acción de éste y responsabilizarse de ella para lo bueno y para lo malo. Lo contrario es lo que ha hecho siempre el nacionalismo periférico: Pujol prestaba apoyos ‘por fuera’ a los partidos estatales –lo hizo con el PSOE de González y con el PP de Aznar- pero nunca quiso corresponsabilizarse con los gobiernos resultantes, como sí pretendieron sin éxito Miquel Roca y Duran Lleida; sencillamente, exigía contrapartidas materiales. Era la táctica del ‘peix al cove’, el pescado en el cesto.

Tras este paripé indecoroso de actuar sin mancharse, se encuentra otro tópico insano: el de que ejercer el poder entraña siempre una perversión. Los apoyos se prestan pero no a cambio de cuotas de poder, porque supuestamente esta fórmula no sería decente. Cuando lo indecente es precisamente lo contrario ya que el poder, en democracia, no es una prebenda inconfesable sino la capacidad de aplicar el programa que uno lleva en las alforjas con el bien común como objetivo. Ostentar poder es poseer capacidad de servir a los ciudadanos, que es lo que cualquier político honrado tiene la obligación de perseguir.

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