• Los madrileños han tenido ocasión de elegir el diseño de la Plaza de España, la definición de la Gran Vía y el nombre de determinados parques y lugares singulares
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Los nuevos partidos, especialmente los vinculados al populismo emergente, adquirieron en las pasadas elecciones municipales una importante parcela de poder municipal en las grandes ciudades. Y como era de imaginar, el modelo asambleario y las técnicas de la democracia directa están siendo incorporados a la toma de decisiones en este ámbito territorial.

En concreto, el Ayuntamiento de Madrid, en manos de la exjueza Manuela Carmena –una personalidad prestigiosa e independiente aunque cercana a Podemos y a otras opciones alternativas— que gobierna con el apoyo político de Podemos y del PSOE, ha realizado una serie de consultas para tomar diversas decisiones de carácter urbanístico a través de Internet.

Entre otras cuestiones, los madrileños han tenido ocasión de elegir el diseño de la Plaza de España, un amplio espacio público muy degradado junto a los dos rascacielos de Madrid construidos durante el franquismo y hoy en remodelación (el edificio España y la torre de Madrid); la definición de la Gran Vía, una arteria central construida a comienzos del siglo XX y que también había perdido pulso; el nombre de determinados parques y lugares singulares; determinadas opciones administrativas como la creación o no de un billete único para todas las modalidades de transporte o a favor de un Madrid sostenible… El modelo de democracia directa que ha invocado y ha pretendido seguir el equipo municipal madrileño ha sido el utilizado en diversas regiones de Estados Unidos (California), en Alemania y en Suiza.

La idea es poco controvertible: aunque se crea ciegamente en la democracia representativa, que está en la cumbre intelectual de la política democrática, tiene todo el sentido intentar que los propios vecinos participen directamente en la construcción de su ciudad. Pero la democracia directa es aun, si cabe, más delicada que la representativa, y se puede incurrir con gran facilidad en la manipulación si no se siguen determinadas reglas, que en el caso de Madrid no se han tenido en cuenta.

Una primera regla es la de ofrecer siempre verdaderas opciones simétricas (preferentemente disyuntivas creíbles) que generen una polémica real y que no pretendan ser utilizadas para respaldar una decisión ya adoptada de antemano. Así por ejemplo, en la crítica a las consultas realizadas en Madrid se ha destacado que tres de las cuatro preguntas sobre la peatonalización de la Gran Vía incluían el término “mejorar”. ¿Quién se atrevería a votar en contra? De hecho, la peatonalización propuesta por el Ayuntamiento ha obtenido porcentajes superiores al 92% y nadie ha hecho una verdadera campaña en contra, lo cual constituye un fracaso del propio planteamiento (nadie se cree que el Ayuntamiento habría sometido a referéndum este asunto si todo el mundo pensara lo mismo). Tampoco hace falta tener un espíritu muy crítico para entender que se ha creado un dilema artificial y que se ha recurrido a un ritual mágico para legitimar una decisión tomada de antemano.

En el caso de Madrid, ninguno de los asuntos planteados ha merecido una participación de más del 8%

La segunda regla es una mínima autoexigencia para llevar adelante una consulta sólo cuando se constate que suscita suficiente interés (y se desista de ellas si se piensa que no tendrá una respuesta activa adecuada). En el caso de Madrid, ninguno de los asuntos planteados ha merecido una participación de más del 8%. Con estas tasas de afluencia de ciudadanos, no es razonable ni democrático atribuir las decisiones que se adopten a toda la ciudadanía: asúmanlas los políticos que tan parca respuesta han obtenido.

Hay aún más objeciones que hacer y quizá la más seria sea que una consulta abierta a todos sirve para resolver un dilema real y fácilmente identificable —por ejemplo, la peatonzalización o no de la Gran Vía o del casco histórico— pero no vale en absoluto para resolver un concurso de proyectos complejos, como es el caso de la Plaza de España.

Si se quiere promover la participación en esta clase de decisiones, lo lógico es que se recurra a técnicas de la llamada democracia deliberativa: convocar una asamblea de personas interesadas, abrir entre ellas un debate intenso con participación de responsables políticos y de los autores de los proyectos, analizar las distintas facetas de cada uno de ellos y realizar sucesivas rondas para ir eliminándolos uno a uno hasta elegir el ganador. Pretender que este proceso sea masivo, o limitarlo a la expresión del voto a través de Internet sin constatar el análisis que los votantes han hecho de cada proyecto, es un ejercicio estéril de voluntarismo que no tiene por qué conducir al mejor proyecto.

En definitiva, la democracia directa puede ser útil y valiosa si se utiliza como lo que es, como una herramienta para depurar y perfeccionar las decisiones colectivas, en una organización –una ciudad, pongamos por caso— ya dotada de una estructura institucional, de unos liderazgos, de unas voces surgidas de la política, de la academia, del periodismo, etc. Pero no es una panacea universal, ni una garantía de creatividad, ni mucho menos de acierto. Porque en el fondo lo importante es poner el poder democrático del lado de la audacia y de la inteligencia.

Antonio Papell

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