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La foto de un niño sirio de tres años, muerto, flotando como un guiñol en el borde de una playa turca, ha cambiado probablemente la visión que Europa tiene de las gran riada migratoria que viene de Oriente, que la abruma y que ha cambiado sus esquemas exclusivos y elitistas… El problema, que era cuantitativo y abstracto –miles de peticionarios de asilo se agolpan ante las ventanillas-, se ha vuelto cualitativo y concreto: hombres, mujeres, niños con rostro y cara huyen de la muerte y nos solicitan misericordia. Nuestras vacilaciones son las que arrojan el saldo brutal de los niños ahogados en las playas de nuestra opulencia.

Ciertas fotografías son insustituibles a la hora de describir un hecho relevante. No es cierto que una imagen valga más que mil palabras porque el verbo es la sublimación de lo abstracto, de lo que trasciende y abarca la realidad, pero la instantánea resume de manera conmocionante, brutal, un episodio que, además de entidad objetiva, tiene calado dramático.

Víctor Orbán, el sátrapa húngaro, está hoy en Bruselas defendiendo su gran muro frente a Serbia, sus despiadadas concertinas que disuaden a los infortunados de dar el salto hacia la libertad. Sin duda, Junker encontrará numerosos argumentos para afearle su pusilanimidad y su vergonzosa arrogancia pero bastaría con mostrarle la foto en blanco y negro del niño sirio ahogado para desmantelar todos los discursos autoritarios que envuelven la inhumanidad y la discriminación.

Porque en el fondo, esa imagen insoportable, tan cruelmente injusta, nos señala acusadora a cada uno de nosotros y nos exige decisiones activas que salven de una vez a todos los niños inocentes que tratan de sobrenadar desesperadamente ese mar proceloso del egoísmo europeo.

Antonio Papell

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