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El rey Felipe VI durante el discurso de Navidad de 2017.

El Rey, jefe del Estado, acaba de cumplir 50 años, un número redondo que poco significa en sí mismo pero que marca simbólicamente una frontera de madurez. Y es más así en una figura institucional tan singular, que contiene en su interior la magia de la continuidad dinástica y cuyo carácter hereditario la extrae de cualquier tentación de confrontación política. Se podrá ser o no monárquico pero habrá que reconocer que la institución ha soportado y soporta aún sobre sus hombros las democracias más intensas y sólidas de la tierra: Reino Unido, Holanda, Dinamarca, Bélgica, Suecia…

Don Juan Carlos ha sido sólo dueño en parte de su propio destino. Desde que el dictador y don Juan de Borbón, portador de la legitimidad dinástica de Alfonso XIIII, llegaron al acuerdo de preparar al heredero para la sucesión en la jefatura del Estado —es decir, para protagonizar un especie de restauración monárquica— tras la dictadura franquista, el papel del padre de don Felipe VI, quedó encorsetado y predeterminado. A don Juan Carlos le correspondía intentar —porque el éxito no estaba asegurado, ni mucho menos— capitanear el tránsito desde la autocracia a la democracia, para lo cual era indispensable, además de crear las instituciones propias de una monarquía parlamentaria, instalarse en la posición que ya ocupaban los restantes reyes europeos. Don Juan Carlos cumplió, en fin, con suma habilidad y con la complicidad inteligente de Adolfo Suárez los designios liberales trazados por don Juan de Borbón y atinó en la conducción de la transición hacia el régimen del 78. Aquel triunfo le dio un prestigio y un ascendiente muy potentes, que se vieron reforzados tras la desactivación de la cuartelada del 23 de febrero de 1981.

Don Juan Carlos abdicó sin embargo en junio de 2014, en una operación confusa que debía haberse combinado con una reforma constitucional que modernizara el sistema, y don Felipe de Borbón hubo de ponerse al frente de la institución en condiciones difíciles. Por un lado, la monarquía se había desgastado, tanto por ciertos devaneos de Juan Carlos cuanto —y sobre todo— por el ‘caso Nóos’, que afectaba gravemente a la integridad de la familia de la hermana de Felipe VI. Por otro lado, el plácido bipartidismo que había regido desde 1982, y que había hecho innecesaria la intervención del jefe del Estado en la búsqueda de la mayoría de gobierno tras los procesos electorales, había dado paso a un pluripartidismo complejo, que ha dificultado la gobernabilidad, que obligó a repetir las elecciones de 2015 y que ha puesto a la Corona al límite de sus atribuciones constitucionales del Título II.

No es, pues, excesiva la tesis de que Felipe VI, primer Rey constitucional (que alcanza el trono por vías constitucionales) de este periodo monárquico, ha tenido que improvisar su propia andadura porque no había claro precedente: don Juan Carlos fue excepcional por varios conceptos, entre ellos el originario; don Felipe, en cambio, no ha tenido más que seguir los cauces ya trazados, dándoles al mismo tiempo consistencia, lubricando sus paredes, dosificando el flujo.

Hace unos días, un otrora moderado analista político que ha cambiado de periódico publicó un artículo cruento criticando que el Rey hubiese acudido a Davos, usurpando a su juicio funciones ejecutivas al Gobierno y situándose a la altura de las monarquías autoritarias. La acusación es absolutamente injusta, entre otras razones porque el Rey acudió a Davos junto a dos ministros que, como es lógico, refrendaban la actuación regia (art. 64 C.E.). El Rey expuso en Davos, con la debida generalidad, la posición española con relación al conflicto general y al respecto de la globalización. Fue aquella, en definitiva, una actuación más de las que desempeña el jefe del Estado como su más genuino representante en el exterior. Siempre, como es obvio, en el marco de la Política Exterior que establece la mayoría política de turno.

Lo más apreciable de la ejecutoria del nuevo Rey es que se ha construido un escenario institucional basado en la profesionalidad, en el estímulo de los valores constitucionales y en el cumplimiento escrupuloso y perfeccionista de sus obligaciones. No sólo basado en la rutina sino con alto sentido de la oportunidad: su intervención del 3 de octubre sobre Cataluña fue un pertinente alegato sobre el terreno de juego político y un recordatorio de los límites que nos hemos dado los españoles a nosotros mismos, con un consenso sin precedentes en la historia.

Todo esto es sin duda una buena noticia, que no sólo agradará a los monárquicos: en una España que da fuerte bandazos, cualquier referencia de sólida estabilidad ha de ser bien recibida porque es garantía de futuro.

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