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Tengo una costumbre. Periódicamente, regreso a las páginas de un libro, no demasiado extenso, escrito por John Kenneth Galbraith. Se titula 'Breve historia de la euforia financiera'. Repasa varias de las crisis más notables de la historia. Y no deja en demasiado buen lugar al ser humano por su querencia a olvidar los accidentes financieros y mostrar la soberbia de pensar que cada generación es mejor que la anterior. Ahora, justamente ahora, el cuerpo me pide refrescarlo.

¿Por qué ahora?, me pregunto a mí mismo. Y encuentro un atisbo de respuesta en el escepticismo con el que recibo y leo informes y artículos que fundamentan la vertiginosa subida del Dow Jones, que vuela sobre los 23.000 puntos por primera vez en su historia; que muestran ratios o referencias históricas para explicar que las cotizaciones no están caras y pueden seguir subiendo; que celebran que los bancos centrales podrán desmontar sus estímulos monetarios de manera tranquila porque el mundo sigue en modo 'goldilocks', es decir, con una economía ni demasiado fría ni demasiado caliente, sino en su punto, que es un punto formidable para los mercados; que aplauden que, por fin, el Fondo Monetario Internacional y otros organismos pueden elevar sus previsiones de crecimiento en otoño; o que alaban la precaución de las empresas por aprovechar las ventajosas condiciones actuales para refinanciar su deuda a un coste más bajo...

Todo ello es lo que me empuja a acordarme de Galbraith y sus avisos; o de las advertencias de Hyman Minsky. Sí, de Minsky, economista estadounidense que falleció en 1996 y que dedicó buena parte de su investigación a las fragilidades del sistema financiero y la economía. A las crisis, vamos, cuyo estudio nunca ha ocupado un lugar prominente en la academia. Su nombre, de hecho, suele caer en el olvido. Pero acaba regresando. ¿Cuándo? Cuando lo hacen las crisis. Es decir, como ocurre con Santa Bárbara, que sólo viene a la memoria cuando truena, Minsky vuelve cuando la crisis ya está aquí. Cuando no hay nada que hacer.

¿De qué vale acordarse de Galbraith o Minsky cuando la crisis ya está aquí? De nada. Absolutamente de nada. Un fútil ejercicio de melancolía con barniz intelectual. Cuando hay que acordarse de ellos es ahora. Cuando se siembra la semilla de la euforia, se cometen los pecados y se acumulan los excesos que acabarán explotando. Porque siempre explotan

Y es muy curioso que sea así. Primero, porque evidencia la percepción de que las crisis son anomalías. Infrecuentes. Cisnes negros. Unos errores estadísticos. Cuando la historia demuestra que no es así. Que forman parte del paisaje. "Las crisis financieras son bastante frecuentes; así que parece extraño que se las perciba como la consecuencia de sucesos muy infrecuentes", avisa más recientemente el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King, en su libro 'El fin de la alquimia'.

Y segundo, porque manifiesta lo rápido que nos olvidamos de las crisis -tal como denuncia Galbraith- y lo mal que llevamos la prevención. Y no, no es cuestión de ser profetas del apocalipsis como filosofía de vida, sino de que los responsables económicos, financieros y monetarios del mundo, de que los presidentes, los consejeros delegados y directores financieros del planeta, de que incluso cada uno de nosotros en nuestras finanzas familiares seamos absolutamente conscientes de que cuando la economía crece, de que cuando el paro baja, de que cuando la bolsa y los activos financieros suben, de que cuando regresa el crédito, de que cuando asciende la deuda, de que cuando parece que el mundo marcha hacia una situación mejor es justo el momento preciso en el que hay que extremar la vigilancia.

¿De qué vale acordarse de Galbraith o Minsky en 2007, cuando la situación ya era irremediable? De nada. Absolutamente de nada. Un fútil ejercicio de melancolía con barniz intelectual, nada más. Cuando hay que acordarse de ellos es ahora. Es decir, cuando las cosas comienzan a ir mejor o directamente van bien, sobre todo en los mercados financieros, porque es la fase en la que se siembra la semilla de la euforia, se cometen los pecados y se acumulan los excesos que acabarán explotando. Porque siempre explotan. "El episodio de especulación nunca termina con una lamentación y siempre con un choque violento", sentencia Galbraith en su libro.

¿Me alegro de que la economía crezca? ¡Sí! ¿Y de que baje el paro? ¡Por supuesto! ¿Y de que las empresas y los bancos puedan financiarse para acometer proyectos que generen más crecimiento, más empleo y más beneficios? ¡Faltaría más! Pero nada de eso equivale a pensar que todo vale por el presente. Porque el futuro siempre espera. Y siempre llega. Como el despertador, que siempre acaba sonando. Y me inquieta que las políticas monetarias hayan traído al presente tanto consumo futuro que simplemente estemos saliendo de esta crisis hipotecando ese futuro; me preocupa que los desequilibrios que trajeron la crisis, con abundancia de ahorro en algunos países y escasez en otros, se hayan vuelto aún más crónicos; me angustia el impacto en los precios de las acciones de realizar valoraciones basadas en descontar dividendos y flujos de caja a partir de los rendimientos actuales de los denominados activos sin riesgo -la deuda soberana-; me perturba la facilidad con la que asumimos que los tipos estén tan bajos durante tanto tiempo y lo rápido que adoptamos decisiones de inversión, ahorro o endeudamiento basadas en que esos tipos van a seguir tan bajos durante mucho más tiempo aún; o me intranquiliza un mundo que carga con más deuda que nunca, porque por mucho que se refinancie y sea más barata, sigue siendo deuda, y cuando suene el despertador en el futuro y haya que devolverla o refinanciarla a lo peor ya no es tan fácil, ni tan barato ni hay dinero para ello. De ahí que, además de rebajar su coste, también sería conveniente reducirla, por poner un ejemplo.

Ah, claro, que el coste de la deuda es más barato que el coste de capital y que por algún lado hay que financiarse. Vale, perfecto. Pero pasaba lo mismo antes de 2007, y fíjense los problemas que la deuda trajo a tantas y tantas empresas. A la larga, lo barato puede acabar saliendo muy caro, sobre todo si no se tiene demasiado claro para qué se tiene esa deuda ni cuánto gana la empresa con ella. Lo siento, pero es que no me encuentro nada cómodo en un mundo en el que es casi una heroicidad subir los tipos de interés... ¡un cuarto de punto!

En su libro, King incluye otro pasaje revelador. "Pocas familias tienen la siguiente conversación cenando en casa. 'Cariño, me preocupa que la demanda doméstica en la economía es demasiado alta, y que en algún momento los tipos de interés tendrán que subir y el déficit comercial tendrá que bajar. En ese momento, el consumo doméstico caerá y seremos parte de ese ajuste. Quizá deberíamos reducir nuestro propio consumo a un nivel más sostenible'", relata King, que se sirve así de una situación figurada para denunciar por qué somos tan complacientes y tan poco críticos en los -aparentemente- buenos tiempos.

Galbraith y sus libros siguen ahí. También los escritos de Minsky. O los de Charles Kindleberger. O el más reciente de King. Y esa es la ventaja, que los tenemos a nuestro alcance para que refresquen nuestra memoria y nos mantengan alerta. ¿El riesgo? El de costumbre. Que nos acordemos de ellos cuando ya sea tarde. Como siempre.

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