Crítica | “Leviatán”

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Así que los rusos beben vodka, los funcionarios públicos son corruptos y las altas esferas religiosas están plagadas de cínicos… Y tu hermano se lo hace con tu mujer. La cosa está muy mal, y lo que no está mal, está peor.

Leviatán es una de las películas más celebradas del año, multipremiada en varios festivales, incluyendo el Globo de Oro a mejor película de habla no inglesa y el mejor guión en Cannes. Y, cuidado, seria candidata a llevarse el Oscar a mejor película de habla no inglesa. Ida, de la que también hablamos aquí, es una de sus rivales.

Me jugaría un huevo y parte del otro a que los americanos le van a dar el premio gordo a Zvyagintsev. Pero no me los juego, porque les tengo cierto aprecio y nunca se sabe. Conociendo como conocemos a los estadounidenses y la utilización nacionalista y política que hacen de sus premios, Leviatán ya tiene el Oscar. «Toma Putin, disfrútalo», dirán.

Que le den o no el Oscar, no tiene importancia, lo que si me molesta es que, si me pongo en plan conspiranoide, sospecho que Zvyagintsev ha hecho esta película para triunfar en Occidente. Una película festivalera. No tiene alma, no trasciende ni emociona. Pero hay denuncia, algunas referencias religiosas para intelectuales, y un escenario sublime y amenazador. Una película milimétricamente estudiada para triunfar entre la crítica occidental más politizada.

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Las reseñas se deshacen en elogios, incluso de algunos críticos de referencia para mí. Y llega el turno de las dichosas influencias. Ya lo dijimos claramente cuando hablamos de Ida. No quiero otro Bèla Tarr ni otro Tarkovski. Pero es que ni siquiera entiendo la comparación con estos directores.

Tarr es lírico. Murmura gritos. Zvyagintsev es práctico. Grita murmullos. Le oigo, pero no le escucho, porque sus palabras no calan, por repetidas. Con Tarkovski hace tiempo que solo comparte nombre y nacionalidad. Y donde Bergman era incisivo y sutil, Zvyagintsev entra como una grúa en una casa en la costa del mar de Barents.

Pero no hay problema. Nadie pide a Zvyagintsev que sea el nuevo nada. Es cierto que con su magnífico debut muchos nos asombramos, pero el director ruso ha evolucionado marcando distancias con El Regreso. El problema, en mi caso, es que su evolución no me satisface.

Su paleta sigue fría, conmueven sus escenarios, pero su discurso se ha concretizado. Como un Pollock que, en fase de consolidación, se hubiese puesto a pintar bodegones flamencos y cuadros de denuncia social con manual de instrucciones.

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Sí, otra película que muestra el derrumbe moral de una sociedad post comunista. Como en Un toque de violencia, Zvyagintsev nos lleva de la mano para señalarnos donde está la mugre. “Mira, espectador, ahí, ahí y ahí”. La justicia, el gobierno y la iglesia. Y, para colmo, no respetamos ni a la familia. El Leviatán es el sistema. ¿Y? ¿Algo que no sepamos?

A Leviatán se le ve el plumero, y no me refiero al político (cualquier película de denuncia de una sociedad corrompida es bienvenida). Me refiero al plumero artístico. Todo está diseñado por Zvyagintsev para conseguir un determinado efecto en el espectador. Y si me apuras, en determinado espectador.

El ruso ha sacrificado la poesía. Y en su lugar tenemos un retrato valiente de la sociedad rusa. Pero un retrato romo, sin espíritu y sin exigencia para el espectador. Lo que ves (y lo que no) es lo que hay y lo que ya sabes. Es como cuando te enteras de que un nuevo político ha sido cogido in fraganti con las manos en los fondos públicos. Dime algo que no sepa, Andrei, o al menos que no sepa que sé. Alumbra la verdad, pero la de verdad, la que todavía buscamos, no la que está en los periódicos.

Lo Mejor: los escenarios. Su discurso es valiente.

Lo Peor: festivalera. Poco exigente con el espectador y poco estimulante a nivel narrativo.

Escrito por David Rubio para Alucine